Moisés MOLINA*

La regulación constitucional de los límites territoriales de las entidades federativas ha sido una de las grandes deudas del Estado Mexicano.

Desde nuestro nacimiento como país independiente hemos sido incapaces de precisar en todas nuestras constituciones o en alguna ley reglamentaria la delimitación geográfica de cada uno de los estados.

Es un asunto de primer orden. Todas las normas jurídicas tienen lo que la Teoría del Derecho llama ámbito espacial de validez. Todas las normas jurídicas se aplican en un territorio determinado, de modo tal que si no existe una disposición ordenadora y delimitadora del territorio de cada estado, no existe tampoco la certeza sobre la aplicación de los ordenamientos jurídicos locales.

El artículo 45 de nuestra Constitución federal dice que “Los estados de la Federación conservarán la extensión y límites que hasta hoy han tenido, siempre que no haya dificultad en cuanto a estos”.

Esa es toda la referencia y el origen del conflicto que hace unos días resolvió el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por mayoría de 9 votos contra 1. 

En lugar de asumir el compromiso de precisión limítrofe, el legislador federal ha prestidigitado con las facultades de resolución de este tipo de conflictos como el que han tenido Oaxaca y Chiapas. 

La última reforma de 2012 devolvió a la Suprema Corte esa facultad, vía la Controversia Constitucional que, en palabras de la Ministra en retiro Olga Sánchez Cordero es “el procedimiento de control de la regularidad constitucional, planteado en forma de juicio ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación… en el que se plantea la posible inconstitucionalidad de normas generales o de actos concretos… o bien para plantear conflictos sobre los límites de los estados cuando estos adquieren un carácter contencioso”.

En los estados del sur sureste del país, más que en otras regiones, la relación del ser humano con la tierra es poco menos (o poco más) que religiosa y definitivamente un conflicto de límites no lo resuelve mágicamente una resolución judicial. 

El fallo de la Corte es un muy buen inicio, inédito, histórico. No es cosa menor. Porque con argumentos se demostró que los Chimalapas, al menos, desde el origen del pacto federal han pertenecido a Oaxaca. 

El siguiente paso le toca al hermano estado de Chiapas y a sus poderes constituidos, so solo de respetar el fallo sino de garantizar las condiciones para que este momento no quede en la historia como una disputa con vencedores y vencidos, sino como la resolución de un conflicto que debe traducirse de lo jurídico a lo político y a lo social.

La sentencia debe ser el puente de entrada al entendimiento entre dos estados que han sido vecinos y hermanos, y no una puerta a la confrontación y a la violencia. 

El pueblo zoque y sus autoridades agrarias son de vocación clara e indeclinablemente conservacionistas. Ven en la selva y el bosque un hogar al que hay que cuidar y no una cornucopia para generar riqueza financiera. 

Fue Oaxaca y su jefe político la única de las partes que, en todo momento, dio impulso y cuidó todas las aristas que precedieron al fallo. Ahí está el expediente. Chiapas simplemente se allanó.

Su gobernador entendió que no les asistía la razón y hoy deben solidariamente acompañar el cumplimiento de los efectos de la sentencia inatacable y cancelar por la vía del diálogo y el entendimiento el fenómeno de las autodefensas.

Y ahora que se estrena la nueva legislatura federal es buen momento para incluir en la agenda el debate sobre la precisión de los límites territoriales de los estados miembros de la federación.

Por el bien de Oaxaca, por el bien de Chiapas, pero sobre todo por la salud del federalismo como fórmula de convivencia.

*Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca.