Moisés MOLINA

AMLO busca una nueva normalidad desde antes del coronavirus. Una nueva normalidad con menos contrapesos, con menos críticas al poder, con más “pueblo”, con menos fifís, sin neoliberales, con más personas que dependan exclusivamente de la voluntad del Presidente, con más mediocridad, con más conformismo.

Esa nueva normalidad insiste en llamarla cuarta transformación. Nuestro Presidente es un propagandista plagado de clichés. Habla de la 4T con la misma intencionalidad con la que, por ejemplo,  Castro hablaba de la Revolución Cubana o Chávez de la Revolución Bolivariana. Como un movimiento destinado a pervivir con él como su centro, como su emblema.

Pero, dicho sea con todo respeto, México no es Cuba ni Venezuela. Aquí gracias a lo poco o mucho que han aportaron los gobiernos que hasta hoy hemos tenido, sobre todo en materia de educación, libertades y derechos humanos hemos desarrollado, como comunidad política, una naturaleza totalmente distinta genéticamente reactiva a los delirios del poder.

Esa naturaleza reactiva ha vivido históricamente en las clases medias, en los sectores ilustrados de la población. Los profesionistas y los periodistas de México pertenecen mayoritariamente a las clases medias. Los constructores de México han sido clase media desde los liberales de la reforma, aquella generación de Juárez, Ocampo, Prieto, Ramírez y compañía. 

Pareciera que hoy, las clases medias no caben en el proyecto de nación donde todo es “pueblo”. En un México de normalidad donde todos debíamos ser pueblo, pareciera que solo tienen cabida los más desfavorecidos. 

“Pueblo” no debería entenderse nunca como sinónimo de pobreza, ignorancia y vulnerabilidad. “Pueblo” no debiera ser nunca el que necesita del gobierno para poder comer. “Pueblo” no debería ser nunca más base social de apoyo gubernamental condicionada. Ahí radica el origen de la polarización nacional. 

Es “el pueblo” contra el “no pueblo”. Y de ahí se desprende toda la tipología: fifís, neoliberales, etc.

No quiero pensar que nuestro Presidente sea interpósita persona en el ejercicio del cargo. No quiero pensar que sus demonios le impongan sus dictados. No quiero pensar que el resentimiento y la frustración hayan sido despertados por la dura crítica que debiera ser tomada como normal y hasta saludable y por ello debía ser tolerada desde lo alto de su investidura.

Hoy que el Presidente reconoce que para él fue difícil estudiar y que toma por lo cuernos el espinoso asunto de su historial académico, pueden entenderse muchas cosas.

El Presidente se aprovecha de la realidad y la usa para su beneficio personal. No está interesado en cambiarla, no para bien. No procura lo necesario para que los mexicanos tengan acceso a más y mejor educación. Pone todo su esfuerzo en justificar lo que sus críticos le han observado.

Desde hace varios años comenzaba ya a permear cierta idea, entre los mexicanos, acerca de la inutilidad de los estudios. “¿Para qué estudio si no hay trabajo?”, “Más de 8 es vanidad”.

Hoy, esta idea se legitima desde el poder. 

El 15 de mayo, día del maestro, ha sido el día en que se institucionalizó la mediocridad.

No voy en contra de quienes no van por lo nueves o dieces. Una calificación no define todo lo que se es. Pero tampoco puedo pasar por alto que la más alta figura de autoridad de mi país justifique su mediocridad como estudiante de licenciatura frente a todo un país que, como todos, tiene en la educación su más grande esperanza de mejora y de prosperidad.

Mientras no tenga la necesidad de trabajar, la obligación de todo estudiante es estudiar y cumplir su parte preparándose para aportar a la grandeza de México. Y si ello puede reflejarse en buenas calificaciones, pues qué mejor.

Primero fueron los neoliberales, luego los fifís, después los periodistas, antier los médicos, ayer los ingenieros, los arquitectos, y los economistas. Hoy el Presidente va implícitamente contra las y los mexicanos que se han esforzado y se esfuerzan hoy en día tratando de ganarse las mejores calificaciones. 

¿A qué le apuesta el Presidente?

 De acuerdo a cifras del INEGI, que él debe tener más detalladas que nosotros, 14 de los 80 millones de mexicanos que pueden votar tiene estudios de licenciatura. 

La explicación final del Presidente nos da una luz en torno a la respuesta: dijo que si no hubiera sido por su promedio de 7.8 hubiera obtenido mención honorífica en su examen profesional.

Me cuesta reconocer que el Presidente gobierna a impulsos de una voluntad caprichosa. No se si será el mejor o el peor Presidente que hayamos tenido en nuestra historia moderna. De lo que sí estoy seguro es será uno de los más ególatras.