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CARLOS ARRIBAS
Rio de Janeiro 6 AGO 2016 – 06:24 CEST

Maracaná fue una fiesta popular que el maratoniano Vanderlei de Lima, al encender el pebetero de los 28º Juegos, transformó en un festival olímpico.

Aquel abrazo de Gilberto Gil, la canción del exilio, invadió Maracaná. Una declaración tajante, de entrada, de que la voz cantante de la ceremonia de inauguración de los Juegos de Río la llevaría el pueblo brasileño y sus creaciones, su música revolucionaria y su arte, y no el poder político, tan controvertido como el presidente interino de Brasil Michel Temer, siempre en un segundo plano, como temeroso de un abucheo del pueblo aún pendiente del impeachment que juzgará en unas semanas a la presidenta electa Dilma Roussef, ausente del palco de Maracaná. Fue una forma valiente de marcar, con personalidad y firmeza, el camino del cambio a Tomas Bach, el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), cuya crisis por el trato al caso ruso de dopaje y su casi inevitable tendencia a buscar la ganancia con los Juegos a costa de países en grave crisis, como Brasil, le ha colocado en el borde de un precipicio que solo puede saltar transformándose y reconociendo la voz del pueblo que le guíe. Pese a toda la intención rupturista, el tedio final fue inevitable, tan complicado es integrar el interminable desfile de deportistas en una acción creativa que duró más de tres horas.

La simbología temible inicial, amagada por la visión tenebrosa del Cristo del Corcovado bañado de amarillo y verde, los colores de la bandera del orden y el progreso, quedó rápidamente conjurada por un espectáculo íntimo pese a celebrarse en un escenario gigantesco, el de Maracaná, el estadio del drama del Mundial de fútbol de 1950. El espectáculo, capaz de convertir el himno de Brasil casi en una canción protesta de cantautor interpretada en voz íntima por Paulinho da Viola, un pequeño dios de la guitarra, alejó de los Juegos el tradicional tono triunfalista, de locura festiva sin sentido tipo festival de Eurovisión. Consecuentes con lo avanzado en el corto y suave montaje de entrada, una celebración de lo mejor que Brasil ha dado al mundo, la música nacida siempre de las clases populares, el desfile de las naciones participantes tras una bandera portada por su mejor deportista (Nadal, por España, con el estandarte bien agarrado con las dos manos, no como el británico Andy Murray, su rival tenista, que la llevó imponente en el aire sujetada solo por su mano izquierda; Phelps, por Estados Unidos) se alejó todo lo que puede ser posible de los habituales simulacros de desfiles militares para transformar Maracaná en un sambódromo por el que los deportistas paseaban como bandas de amigos en carnaval, disfrazados con sus uniformes, bailando entremezclados, rompiendo las filas y el orden, y una semilla de árbol, de 207 especies diferentes de árboles, tantos como países, en un pequeño tiesto que los deportistas depositaban en unas estructuras que luego serían trasplantadas a un parque. Guiándolos, en triciclos de vendedores, voluntarios, cinco de ellos mujeres transexuales, otro gesto por la igualdad y la inclusión. Entre ellas destacó la modelo Lea T, nacida Leandro, hija del exfutbolista internacional Toninho Cerezo. Las hojas del Brasil, el árbol del que los portugueses extraían el tinte rojo y dio nombre al país, sustituyeron, simples, naturales, los derroches de poderío informático y de computadoras que guio otras ceremonias cercanas.

Antes que ellos desfiló la musa Gisele Bündchen, las curvas de la garota de Ipanema que le tocaba al piano Daniel Jobim, el nieto de Tom Jobim, el que puso música a la letra de Vinicius de Moraes, las curvas de la Bossa Nova sobre las curvas de la arquitectura de Óscar Niemeyer.

En 2012, en la inauguración de Londres, el Reino Unido mostró su orgullo y su historia imperial partiendo de su gran contribución a la historia, la revolución industrial que dio pasó al capitalismo; en Río, el director e ideólogo del espectáculo, el director Fernando Meirelles de la magnífica Ciudad de Dios, contó la historia de Brasil, desde los pueblos aborígenes y sus selvas insondables, el descubrimiento y conquista portugueses, la roturación de los bosques y su destrucción, el esclavismo de cuatro siglos, la revolución urbana, la necesidad de regresar al bosque en el futuro, a reconstruir la selva amazónica para sobrevivir, a través de sus músicas populares, de la bossa nova sensual, de la Construcción más geométrica de Chico Buarque, el Passinho, la voz de las favelas, la samba de Elza Soares, el rap de Karol Conka, el Maracatu de Pernanbuco, para confluir todos en el País Tropical cantado para todos por Jorge Ben Jor. Entremedias despegó y salió por el techo del estadio el Bis 14 de Santos Dumont, el inventor de la aviación mundial hace 110 años.

Vanderlei de Lima enciende el pebetero

«Espero que la ceremonia haya sido una medicina contra la depresión de mi país», dijo Meirelles. «Otros hablaban de ellos, de lo que habían hecho por el mundo; Brasil ha querido hablar del futuro, de lo que todos juntos podemos hacer por el planeta». Y para recalcar el mensaje, el final de la fiesta fue una visión poética de la necesidad de la ecología, una poesía, La flor y la náusea, recitada en portugués e inglés por las actrices Fernanda Montenegro y Judi Dench, tremendas y profundas acompañadas de imágenes de un simulacro de como el agua sepultará Ámsterdam, Florida, las Maldivas, si no se acaba con el calentamiento global. Más de 3.000 millones de personas, dijeron los organizadores, lo vieron por televisión en todo el mundo.

La fiesta acabó con la poesía y la trascendencia de la microbiología como religión de futuro, que cedió el paso al desfile de los rusos malqueridos, los admirados refugiados, el ceremonial, los discursos, los pitos a Temer al declarar abiertos los Juegos y los rituales de la bandera olímpica, el juramento olímpico, la paloma de la paz y la llama robada por el hombre Prometeo a Dios y ascendiente en las manos vacilantes de Vanderlei de Lima, el maratoniano al que un clérigo loco atacó cuando estaba a punto de proclamarse campeón olímpico en Atenas y que encontró consuelo de la gloria robada, 12 años más tarde, portando la antorcha por la escalera hasta el pebetero donde brillará purificadora 17 días en Río sobre los mejores deportistas, los más motivados, los entregados a un sueño, como lo fue él.

Fuente: deporte.elpais.com