Ricardo Raphael

​Las personas desaparecidas serán la cicatriz heredada al futuro, la huella de nuestra época y la clave para descifrarnos. La ausencia de cuerpos y los restos no reclamados son los puntos suspensivos de un relato de horror, son el dolor sin duelo, la conclusión que no llega, el final arrebatado a la muerte.

El próximo lunes 28 de marzo se presentará un informe más sobre los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos la noche del 26 de septiembre de 2014. Se trata del caso que la sociedad mexicana escogió para combatir el silencio de la gran desaparición.

Una ingenuidad casi infantil lleva a suponer que, si se resuelve el acertijo del paradero de los normalistas, será posible derrotar al monstruo que en México se dedica a borrar a miles de personas.

Además de los 43 normalistas, hay otras 96 mil personas desaparecidas en México y las últimas 23 mil ocurrieron durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. A este número angustiante se suma otra cifra igual de aterradora: en los servicios forenses y en las fosas clandestinas hay 52 mil personas cuyos restos no han podido conciliarse con un nombre y un apellido concretos.

Esta última cifra la propuso hace un par de días el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, y su fuente es el Movimiento Nacional por Nuestros Desaparecidos.

El perfil de la persona desaparecida en México describe la cicatriz: jóvenes, de entre 15 y 30 años, provenientes de familias con ingresos pobres y con niveles bajos de educación; la mayoría son hombres, pero las mujeres también se cuentan por decenas de miles.

Hay que incluir también la región donde los cuerpos se esfuman. 80 por ciento de los reportes de desaparición corresponden a 10 entidades federativas: Baja California, CdMx, Estado de México, Chihuahua, Tamaulipas, Nuevo León, Veracruz, Sinaloa y Sonora.

Ante esta huella inmensa que lastra la vida de familias y comunidades enteras, en noviembre del año pasado el Comité de la Organización de Naciones Unidas contra la Desaparición advirtió que en México la impunidad es casi absoluta. (El “casi” es una gentileza diplomática que viene sobrando).

No debe olvidarse que esta tragedia es, por entero, obra humana. Las personas no desaparecen porque un fenómeno natural se las llevó al fondo del océano, tampoco por la voluntad de seres divinos ni extraterrestres. Salvo excepciones muy contadas, la desaparición es un hecho fabricado deliberadamente para ocultar el paradero de una persona y, en la mayoría de las ocasiones, para esconder su muerte.

Tampoco la magnitud del fenómeno puede considerarse como producto del azar: la crisis de las desapariciones en México pega de gritos sobre la crisis del Estado y sus instituciones. La retórica pública es inversamente proporcional a la voluntad por ponerle límites al tamaño y la profundidad de la marca.

El personal responsable, en primera instancia, de atender la desaparición es muy reducido y por tanto está rebasado. El país cuenta solamente con 11 fiscales, 9 peritos y 14 policías por cada 100 mil habitantes. Una cuarta parte de los recursos humanos necesarios.

Esta realidad lleva a que las personas servidoras públicas responsables suelan dar la espalda cada vez que sobre su escritorio aparece una denuncia por desaparición. Se suma la raquítica colaboración entre las autoridades pertenecientes a los distintos gobiernos regionales, así como la fractura entre ellas y los funcionarios del nivel federal.

Evidencia de lo anterior es que no exista un censo único y nacional de personas desparecidas, como tampoco una base de datos genéticos donde se relacionen los restos desconocidos. También es un problema serio el que no haya capacidad científica para identificar muestras humanas genéticamente complejas, es decir que hayan sido alteradas, entre otros motivos, por el paso del tiempo, el fuego, el agua o la intervención de animales.

Para remediar esta crisis forense de proporciones atómicas, hace cuatro años el Congreso de la Unión votó una ley general en materia de desaparición. Esta iniciativa logró ver la luz gracias a la determinación de diversos colectivos, más de 130, integrados en su mayoría por familiares de las personas extraviadas.

Sin embargo, mil 500 días después de su publicación dicha ley es prácticamente letra muerta.

De la responsabilidad gubernamental por implementarla solo pueden rescatarse las tareas de la Comisión Nacional de Búsqueda que ha hecho un esfuerzo reconocible por transparentar los datos disponibles.

Sin embargo, el resto del mandato que esa ley entregó al Estado mexicano y sus muchos niveles de gobierno ha sido reiteradamente menospreciado.

La crisis de la desaparición en México tiene muchos responsables, pero, como en su día se dijo del caso Ayotzinapa, el primero de ellos es el Estado. Gobiernos omisos y negligentes que miran hacia otro lado acaso porque asumen que un día, como por arte de magia, esta tragedia pasará a ser historia.

El próximo 28 de marzo hablaremos de nuevo sobre los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa con la esperanza de que sus familiares puedan por fin encontrarlos. Muy probablemente, el nuevo informe entregará otra vez argumentos para señalar a las autoridades que, en su día, en vez de buscar a los desaparecidos se dedicaron a sabotear la búsqueda.

Llegó la hora para que logren igual visibilidad los otros 96 mil desaparecidos. México es un país que ha proscrito el duelo para miles de dolientes, una nación que no permite a muchas y muchos aproximarse a la conclusión de la muerte porque la cruel desaparición se ha impuesto deliberadamente como la última noticia. 

Ricardo Raphael

@ricardomraphael