Pablo Majluf

Los consumidores de electricidad somos rehenes de la red operada por la Comisión Federal de Electricidad, el monopolio estatal en transmisión y distribución de luz en México. Si sucede algo que corte el suministro –un apagón, un transformador quemado, un cable caído, una falla de operación, falta de mantenimiento, un accidente– las opciones van desde rezarle a San Bartlett o llorar en Twitter, hasta darle una lanita al técnico local o “mover palancas”, lo cual es corrupción y no soluciona nada de fondo.

La Constitución así lo establece. Las empresas privadas no pueden ser dueñas de los fierros y cables que transportan la electricidad. Los usuarios de suministro básico no tenemos opciones: no hay mercado, ni competencia, ni opciones, ni cambios de servicio. Los hogares estamos sujetos a un solo despachador que decide el precio, la carga, la calidad, el mantenimiento y el trato al cliente.

En Quintana Roo los apagones y bajo voltaje son cada vez más frecuentes, en ocasiones por periodos prolongados. Esta semana un accidente provocó la desconexión de seis líneas de alta tensión que dejó a toda la Península de Yucatán –Quintana Roo, Yucatán, Campeche– sin luz por varias horas. En estos climas la energía eléctrica es indispensable para abatir el calor, conservar los alimentos y mantener operaciones en diferentes tipos de negocios turísticos. Desgraciadamente, la Península no es la excepción. Los apagones son cada vez más frecuentes en toda la república. Dado que también es un problema de desabasto por generación y el gobierno no ha renovado permisos a empresas privadas, hay escasez general de electricidad en México.

Las soluciones reales se han discutido hasta el cansancio, pero todas son de largo plazo: van desde reformar la Constitución para abrir el mercado de transmisión y distribución a la competencia, hasta un sistema de asociaciones público-privadas a nivel local para que los estados y municipios no dependan de la CFE. La más fácil sería pedirle al regulador –hoy capturado por la CFE– que haga su trabajo y exija al monopolio del Estado niveles de inversión y mantenimiento adecuados.

Pero el régimen obradorista insiste en la centralización hipertrófica del monopolio estatal. Y aunque su intentona de contrarreforma eléctrica fue rechazada en el Congreso, en la práctica la CFE detiene permisos, es hostil a inversionistas, no invierte en mantenimiento y se organiza de facto para consolidarse como la paraestatal ineficiente que le encomendaron ser.

Dado que no habrá ningún cambio positivo mientras gobierne este régimen –y aunque gobernara otro, las soluciones son de largo plazo–, lo ideal para el consumidor es independizarse de la CFE mediante el uso de nuevas tecnologías como paneles solares y un banco de baterías. Tomar el camino libertario, si se quiere. Ya es posible, técnicamente. El problema es que es carísimo. Para una empresa serían costos exorbitantes. Un hogar tiene más posibilidades que no dejan de ser costosas.

Consulté a Bluesky Capital, una empresa mexicana que le ayuda a consumidores a hacer esa emancipación. La libertad absoluta de la red operada por la CFE es inviable, porque además de cara requeriría un sistema exclusivamente dependiente de la luz solar, que no siempre es segura. Lo mejor es contar con un colchón para cuando se vaya la luz: un sistema híbrido que se conecte a la CFE cuando haya luz, y aguante las suficientes horas cuando se vaya. Pero también es caro: todo depende del consumo de luz, del tamaño del hogar, de los hábitos y del tipo de paneles y baterías que se compren; pero, en un estimado, el costo para un hogar mexicano promedio oscila entre $120 mil y $1 millón de pesos. Los costos de la emancipación han ido bajando año con año, pero mientras no sean accesibles, la gran mayoría seguirá siendo prisionera eléctrica del ogro filantrópico.