Por: Salud Hernández-Mora

Imagine ser policía en esa otra Colombia que Velásquez desconoce y verá que no hay salario suficiente para compensar los riesgos, desprecios y desvelos.

Si yo fuese policía en el gobierno Petro, pondría en marcha la política de brazos cruzados, de mirar para otro lado. La impulsó Santos en los años en que perseguía su Nobel y ahora la profundizará ese futuro ministro de Defensa que insinuó que los agentes son asesinos, en un trino del 2020 que dejó al descubierto su espíritu radical.

No me sorprendería que el sanguinario plan pistola empujara a la fanaticada petrista a culpar a la policía de ponerlos en peligro por quedar en medio de las balas. Y a pedir y justificar un acuerdo humillante con los criminales de todo pelaje para que dejen de disparar.

La verdad es que nunca ha sido fácil ser policía en Colombia. Salarios bajos, ascensos demorados por lustros, destinos en zonas rojas donde los tratan como parias; estaciones de Policía precarias, relaciones familiares complejas por la eterna distancia; horario laboral esclavista y un largo etcétera de penalidades.

Imagine ser policía en esa otra Colombia que Velásquez desconoce y verá que no hay salario suficiente para compensar los riesgos, desprecios y desvelos. Solo lo soporta una profunda vocación policial y de servicio o el engañoso anhelo de ganar un salario fijo.

Suponga que lo destinan a El Tarra, Norte de Santander. No puede salir tranquilo de la estación, protegida por trincheras, ni tomarse un refresco en una panadería. Pueblo cocalero donde la autoridad la ejercen las Farc y el ELN, amenazan con matar a los pobladores que compartan con policías. Y si da papaya, le dispara un francotirador.

¿Su misión? Volver vivo a casa.

O a Tiquisio, sur de Bolívar, controlado por Gaitanistas y ELN. Nunca se siente seguro y encuentra frustrante que apenas ejerza su oficio. No le dan medios para confrontarlos en un extenso y olvidado municipio, corredor del narcotráfico y con minería ilegal de oro que arrasa la naturaleza.

Si le toca Toribío, Cauca, la guerrilla lo hostiga y está condenado a residir en la estación-búnker, con un patio atiborrado de motos robadas que nadie reclama. Si comete el más mínimo error involuntario con un indígena, la Onic le acaba la carrera así sea inocente.

Viajar hasta su hogar desde esa otra Colombia para ir de permiso suele ser arriesgado si no lo transportan en helicóptero. Y pasan hasta cuatro meses sin disfrutar un día de descanso, sin familia, amigos ni distracciones, y con chaleco antibalas, casco y fusil de vestimenta callejera. Por eso le suena irrisoria la idea de llevar visible su nombre en el uniforme para que lo identifiquen y maten más fácil, y depender del idílico y populista Ministerio de la Paz, puesto que necesita en buena medida al Ejército para protegerse y realizar operaciones.

Si lo mandaron a Arauquita, Arauca, donde vive en el anillo de seguridad por el poder terrorista, político y social del ELN, y escucha que negocian con ellos, supone que les regalarán curules, plata para proyectos y serán escoltas en la UNP con mejor salario que el suyo. También intuye que saldrán triunfantes las ONG y los falsos líderes sociales araucanos que trabajan con los subversivos y les fascina denunciar sin fundamento a policías.

Y luego está la tentación de corromperse. Un estudio del antiguo comisionado de la Policía concluía que uniformados honestos caen cuando se echan amantes en algunos destinos, ante la distancia familiar, y la plata no alcanza para mantener más de un hogar.

También, y esto es análisis mío, cuando acumulan ira por las gabelas a terroristas y porque no se aprecia su sacrificio, jugarse la vida por salvar a otros y proteger incluso a quienes los tachan de asesinos, ganando salarios de miseria. Alguien ofrece un billete por voltear la cabeza y dejar pasar droga o una retroexcavadora camino de las minas ilegales. No se hace millonario, pero alivia las cargas y paga deudas. Solo atesoran fortunas los pocos corruptos de tiempo completo con robos en contratos millonarios y alianzas con capos.

Nadie niega que la Policía Nacional requiere reestructurarse para adaptarse a la nueva criminalidad. Pero vayan a Tiquisio, El Tarra, La Gabarra, Bojayá, Roberto Payán, Llorente, Nueva Antioquia, Cáceres, Barranco de Loba, Mercaderes, Argelia, Solano y una interminable lista de pueblos alejados y acosados por las bandas criminales, y verán que no es con bolillo ni cediendo todo ante los matones, ni creando guardias campesinas, como construirán un paraíso de paz.

Es evidente que el equipo de Petro, en lo relativo a Defensa, Cancillería, paz y víctimas, se siente más cercano a las guerrillas que a los policías, de ahí que parezcan de cocodrilo algunas de sus lágrimas ante los muertos por el plan pistola.

El inquietante trino de Iván Velásquez tras el crimen de la patrullera Zuleta lo remató con una frase muy diciente: “Como lo dijo el presidente Petro, (las familias) no quedarán desamparadas”.

En lugar de repudiar los asesinatos, deslizó un mensaje para dividir el cuerpo entre oficiales y patrulleros y alegar que otros Gobiernos desampararon a los pobres. Ellos sí tienen claro para dónde van y no precisamente para reforzar a la Policía Nacional.

@saludhernandezm