Por: Antonio Navalon

Cada momento que pasa, con la mayoría parlamentaria reunida, haciendo lo que sea necesario para tenerla –como, por ejemplo, destituyendo y nombrando senadores al instante y como sucedió el pasado 28 de abril–, el rayo que no cesa, el flujo implacable de la consolidación de la 4T, la destrucción del viejo régimen neoliberal que nos hizo ser tan desgraciados y, sobre todo, tan moralmente reprobables, van siendo desmontados por la voluntad de Andrés Manuel López Obrador.

El país es diferente. El cambio no sólo se efectuó el primero de julio de 2018, sino que –haciendo alusión a lo expresado por Heráclito de Éfeso– está envuelto en una dinámica de cambio constante. Cada mañana, cada semana y con cada incidente –por ejemplo, de salud–, México se va transformando a la medida y gusto del presidente López Obrador. Ha quedado claro que en el régimen actual no hay más voluntad que la de quien reside en Palacio Nacional y que cualquiera que esté en contra o bien ya sufrió las consecuencias o las sufrirá de alguna manera u otra. Cada acto realizado por la actual administración ha buscado fervorosamente borrar cualquier rastro del Estado neoliberal que nos precedió.

Hay que reconocerle al presidente López Obrador que nunca nos mintió. Cuando algunos intelectuales como Enrique Krauze le llamaron “el mesías tropical” muchos consideraron que la definición era una exageración e incluso una ofensa. No obstante, estábamos equivocados. Si algo fue Krauze con esa definición fue moderado.

Ahora los senadores y los diputados –que tienen un nombre y apellido, que también firman en las actas y que forman parte de la nómina de la historia– han ido acumulando barbaridad tras barbaridad. La barbaridad no está en el ejercicio de la voluntad popular, ya que para eso los elegimos y para eso les pagamos. La barbaridad está en este, el destrozo legal que se le está haciendo al país, despuntando sin tener en cuenta ninguna consideración estructural ni mucho menos legal. Ya no se enfoque tanto en lo destruido, sino en que hay que descifrar qué es lo que sustituirá a lo que –ya sea por designio personal u ocurrencia espontánea– simplemente ha dejado de existir, provocando que este tiempo se esté caracterizando por los defectos de forma y por las agresiones al fondo.


No me sorprendió el hecho de que los senadores de la oposición se encadenaran, literalmente, a sus sillas en la sede alterna del Senado para presionar el nombramiento de los comisionados del Inai. Tampoco me sorprendió que, pese a sus esfuerzos, la bancada de Morena logró aprobar una serie de reformas en cuestión de 10 minutos. Al final del día, no debe ser motivo de sorpresa el hecho de que Morena es un movimiento sostenido en todas las ideas, designios y ocurrencias que el Presidente va teniendo. De esa manera se justifica el actuar de los senadores que representan al partido que gobierna actualmente en el país; ellos no tienen libertad de decidir ni tienen voluntad propia, ellos actúan cómo y cuándo su comandante en jefe les diga que lo hagan.

Si uno ve y analiza el paso de la destrucción sistémica e institucional que se ha efectuado durante estos cinco años, le quedarán pocas dudas. Usted dígame si será necesario hacer un cambio que permita la reelección o simplemente crear unas condiciones tales que no será posible ni perder la elección porque, ¿quién será capaz de fallar en contra de la voluntad que emana de Palacio Nacional? ¿Quién tendrá el valor de defender la Carta Magna de nuestro país y respetar los elementos que nos otorgan el orgullo de denominarnos una democracia? Porque la realidad es que la Constitución cada vez más adquiere el papel de enemigo o de ser un instrumento incómodo para el Presidente y que ha dejado que el futuro del país dependa de la inevitable confrontación que va a existir entre las togas –es decir, el Poder Judicial– y los poderes Ejecutivo y Legislativo, fundidos en uno solo.

Estamos haciendo una revolución como se hacen las revoluciones, es decir, sin ningún apego ni respeto por el orden vigente. Es más, una revolución se hace para acabar con el orden existente. Normalmente las revoluciones –aunque comiencen teniendo las plumas como las bayonetas– terminan más en manos de las bayonetas que siendo resueltas por la tinta que emana de las plumas. Y en este contexto llegamos a nuestra circunstancia actual, con un Estado centralizado cada día más fuerte –del Pacto Federal mejor ni hablamos– y con una administración de recursos hacia los Estados verdaderamente peligrosa, destruyendo y a la vez reuniendo recursos para seguir pagando los programas sociales. Unos programas que serían tan necesarios si en lugar de dar una limosna, de ayudar a malvivir o de alejar momentáneamente de la pobreza a los ciudadanos, les diéramos instrumentos para que pudieran evolucionar y desarrollar una vida de triunfos materiales y no solamente de razón moral, tal y como pretende la 4T.

El presidente López Obrador está enojado con la historia y, sobre todo, con las leyes. Él cree –y nunca nos mintió al respecto– que las instituciones están para mandarlas al diablo. El líder mexicano está convencido de que –al igual que en el caso de Sodoma y Gomorra, en el que se llegó a una situación de completa degeneración colectiva– solamente la destrucción total es la clave para transformar el lugar tan corrupto en el que vivíamos, permitiendo el nacimiento de una sociedad con alguna oportunidad de vivir.

Empezando por Morena, hoy en México las formaciones políticas han desaparecido. No hay gobierno. No hay partido. Y hay una mayoría de diputados y senadores que hará, al grito de “Banzai, Banzai”, cualquier cosa que el Presidente pida. Cuando, en unos meses o años, se examine el llamado “viernes negro” del Senado de la República, no sé qué es lo que pasará. En caso de que la Suprema Corte acabe por sobrevivir a esta administración y, en caso de que la Constitución termine por derogarse, convocando a un proceso constituyente, ya veremos cómo legalizaremos todo lo que ha sucedido en este tiempo. Mientras tanto, la oposición ni está ni se le espera. Está completamente desbordada y nosotros, como país, estamos sólo en el guion que nos prescribe y receta cada mañana ese hombre, que es capaz de hasta vencer al covid-19 en tres ocasiones y que se llama Andrés Manuel López Obrador.

No hay propuestas que pongan en evidencia los peligros de la situación actual ni, desde luego, no hay ninguna contrapropuesta que pueda dar esperanza sobre un cambio que beneficie al pueblo mexicano. Y es que da la sensación de que ya se ha cumplido el principal desafío de una guerra o de un enfrentamiento, que es, antes de vencerlo, arrebatarle al enemigo cualquier posibilidad o anhelo de victoria. Pues bien, el presidente López Obrador ha logrado arrancarle cualquier sueño de victoria a la oposición y a cualquiera que anhele hacerle frente. Y es que la realidad es que, en estos momentos, se ha demostrado que no hay nada que la oposición pueda hacer para cambiar el panorama nacional.

Hemos llegado a un punto en el que nadie es capaz de salvarse. No se salvó la UNAM, no se salvaron las universidades privadas, no lo hicieron los múltiples periodistas y analistas que han cuestionado a este régimen ni mucho menos quien ha confrontado seriamente a López Obrador. Todos somos cuestionados. Pero no sólo eso, sino que –como en su momento hizo Pol Pot, reduciendo la edad en la que una persona podía incursionar en la política– López Obrador busca darles a los jóvenes las riendas del país sin sustentar su capacidad en experiencia previa. Lo hace pensando en que, de esta manera, quienes ostentan los cargos, debido a su corta edad, estarán libres de corrupción y de pecados, pero ¿es esta la solución?

Es una pena que el Presidente necesite de colaboradores e incluso de familia, ya que, en este momento, tal y como están las cosas, lo que él necesitaría sería la prueba irrefutable de que nunca cayó en la tentación. De que venció los 40 días y las 40 noches frente a los miles de millones de pesos que se mueven año con año en nuestro país bajo el concepto de corrupción. Pero no sólo necesitaría esa prueba, sino que también sería indispensable comprobar que quienes lo rodeaban también fueron inmunes a la tentación.

Hoy en México hay dos Constituciones o mandatos. Una es la que enlista todas las leyes que rigen y han regido a nuestro país desde su promulgación, el 5 de febrero de 1917, y la otra Constitución, la que dicta la voluntad del presidente López Obrador.
@antonio_navalon